miércoles, 11 de febrero de 2009

ODA AL ERROR

Un tropezón no es caída, se escucha decir, pero dígame si no es verdad que hay tropezones que no son más que gestaciones no abortables de grandes caídas. Habrá quién diga que un tropezón devenido en caída carece por definición de cualquier posibilidad de planeamiento. Yo le vengo a proponer a usted que cambiemos eso. Analicemos el hecho: el tropezón en sí mismo, para ser tal, tiene que arrancarnos de nuestra cotidianidad abrupta y repentinamente, desequilibrarnos en un abrir y cerrar de ojos, dejarnos tambaleando sin aviso. Si es un tropezón que no es caída, es probable que rápido, con el rostro desencajado y pegando manotazos, recuperemos el equilibrio y la estabilidad. Este tropezón nos habrá dejado algo de susto, un poco de adrenalina corriendo, un leve rubor en las mejillas, pero pronto, muy pronto, pasará al olvido superado por el alivio de que nada en nuestra existencia ha sido trastornado de manera radical. No hemos caído. Por más intenso que haya sido el tropezón, tarde o temprano ni siquiera habrá alcanzado la categoría de anécdota. Ahora bien, en el caso de los tropezones devenidos en caídas, no deberíamos dejarlos pasar como hechos inalterables. Si bien nos atacan con la misma velocidad y sorpresa, la diferencia es que no importa cuánto lo intentemos, la derrota a nuestro equilibrio será fulminante. Es ahí donde yo propongo que en esa milésima de segundo, donde asumimos haber perdido el mando de nuestro ser, no abandonarnos a la típica caída desagraciada, perezosa, resignada, y quejosa e inalterable a la que venimos acostumbrados, sino que aprovechemos esa inesperada eximición de responsabilidad sobre nosotros mismos para llenarnos de cemento la boca sin culpa, con ganas, intensamente, como un auténtico acto de libertad. Que además de caernos, nos dejemos caer. (TEXTO CATALINA KOBELT)